The floor was of smooth, white stone; the chairs, high-backed, primitive structures, painted green: one or two heavy black ones lurking in the shade. In an arch under the dresser reposed a huge, liver-coloured bitch pointer, surrounded by a swarm of squealing puppies; and other dogs haunted other recesses.
The apartment and furniture would have been nothing extraordinary as belonging to a homely, northern farmer, with a stubborn countenance, and stalwart limbs set out to advantage in knee-breeches and gaiters. Such an individual seated in his armchair, his mug of ale frothing on the round table before him, is to be seen in any circuit of five or six miles among these hills, if you go at the right time after dinner. But Mr. H forms a singular contrast to his abode and style of living. He is a dark-skinned gipsy in aspect, in dress and manners a gentleman: that is, as much a gentleman as many a country squire: rather slovenly, perhaps, yet not looking amiss with his negligence, because he has an erect and handsome figure; and rather morose. Possibly, some people might suspect him of a degree of underbred pride; I have a sympathetic chord within that tells me it is nothing of the sort: I know, by instinct, his reserve springs from an aversion to showy displays of feeling- to manifestations of mutual kindliness. He'll love and hate equally under cover, and esteem it a species of impertinence to be loved or hated again. No, I'm running on too fast: I bestow my own attributes over liberally on him. Mr. H may have entirely dissimilar reasons for keeping his hand out of the way when he meets a would-be-acquaintance, to those which actuate me. Let me hope my constitution is almost peculiar: my dear mother used to say I should never have a comfortable home; and only last summer I proved myself perfectly unworthy of one. | El suelo era de suave piedra blanca; las sillas, de altos respaldos y primitiva estructura, estaban pintadas de verde: la excepción la marcaban dos negras, muy pesadas, que se vislumbraban tímidamente entre las sombras. En un arco bajo el vestidor se recostaba una enorme perra parduzca de raza Pointer rodeada de cachorros que gimoteaban, y otros perros se acurrucaban como fantasmas en otros rincones de la estancia.
La casa y el mobiliario no habrían resultado nada extraordinario, ya que se correspondían a los de cualquier granjero norteño, casero, de semblante hosco y largas extremidades acentuadas por los calzones a media pierna y las polainas. Es muy común encontrarse con un individuo así en cinco o seis millas a la redonda en estas colinas, sentado en su sillón, frente a una mesa, con su jarra de cerveza espumosa, especialmente, si se acude a su encuentro a la hora apropiada, después de la cena. Sin embargo, el Señor H. contrasta sobremanera con este mobiliario y forma de vida. De piel morena, gitano de aspecto, pero con ademanes y atuendo de caballero: tan señorial como cualquier terrateniente, un tanto desaliñado tal vez, pero sin que ello le desmerezca en modo alguno, ya que su porte es erguido, gallardo y algo taciturno. Posiblemente muchos sospecharán que en él subyace cierto grado de orgullo de bastardo; Por mi parte, la nota de simpatía que me inspira me dice que su porte no tiene nada que ver con eso: sé instintivamente que su reserva brota de una aversión a las demostraciones abiertas de sentimientos-a las muestras de amabilidad mutuas. Amará y odiará en silencio y lo considerará como una forma de resistencia a ser amado u odiado de nuevo. No, estoy yendo demasiado lejos atribuyéndole mi propia actitud de forma arbitraria. El Señor H. puede tener razones completamente distintas a las que a mi me mueven a no ofrecer la mano a un futuro conocido. Podría decirse que soy cuanto menos peculiar: mi querida madre solía decir que yo nunca gozaría de un hogar confortable; y de hecho, el pasado verano quedó de manifiesto que no soy merecedor de uno.
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